Domingo de Ramos:
El Evangelio de la Pasión
Lectio sintética de Marcos 14-15
P. Fidel Oñoro cjm
El relato de la Pasión de Jesús que la liturgia nos ofrece en la versión de Marcos, junto con el de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (Mc 11, 1-10), ocupa una quinta parte de todo el Evangelio según Marcos.
Proporcionalmente es de una extensión considerable. Y esto ya parece querer decir algo.
Decía el biblista M. Kähler que “el evangelio según Marcos es una historia de la pasión con una detallada introducción”. Creo que no se podría afirmar con mayor claridad la centralidad que tiene el evento de la muerte y resurrección del Señor en el Evangelio.
Es la historia más antigua contenida en los Evangelios, una larga y serena narración por la que se asiste paso a paso al cumplimiento de las palabras de Jesús: “He venido para servir y dar la vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).
Y en medio del entramado pérfido de un Jesús es “entregado”, que pasa de mano en mano, se percibe el eco de los testigos, primero de Pedro, cuyo nombre a menudo vuelve, y luego el de los otros discípulos.
Todos, sin embargo, en el momento de la detención huyen. Es un énfasis Marcano.
La historia se compone de dos partes:
- La primera narra los hechos vividos por Jesús junto con su comunidad hasta su captura (14, 1-42)
- y la segunda expone el proceso judicial en sus dos fases: la judía, liderada por el sanedrín, y la romana, liderada por Pilato. Le sigue la ejecución de la condenación en la cruz y el entierro del cuerpo de Jesús en un sepulcro (14,43-15,47).
Dada la amplitud de este relato, no podemos comentarlo con precisión en este momento, si bien, en otro momento lo haremos.
En esta ocasión, y en función de la percepción del mensaje en su globalidad, nos enfocaremos en una panorámica que resalte la buena noticia, el Evangelio contenido en el relato de la pasión.
- 1. Escándalo y enigma
El narrador de Marcos en su manera de llevar el relato pone a prueba nuestra mirada de fe en Jesús: casi nos obliga a sentir la dureza del escándalo y de la locura de la cruz (como diría Pablo, 1 Co 1, 23).
Afrontamos el desenlace terrible de la vida de un Jesús que no hizo otra cosa que hacer el bien, quien mostró su autoridad curando a los enfermos y obligando al diablo a obedecerle y a retirarse (1, 27).
Él, a quien “todos buscaban” (1, 37). Él, quien atraía a multitudes que lo aclamaba como el “Bendito que viene en nombre del Señor” (11, 9). Él, quien logró reunir a su alrededor a una comunidad itinerante de hombres y mujeres que lo reconocieron como Profeta y Mesías (8, 27-29).
Él es el mismo que experimenta un final impensable y quien termina en una muerte que a los ojos de cualquier espectador desprevenido no puede ser menos que un fracaso.
Todo lector atento del Evangelio, todo discípulo que sigue a Jesús desde su bautismo hasta el final no puede dejar de sentirse profundamente conmovido e interpelado por esta manera de concluir su ministerio terreno.
Uno se pregunta, ¿Dónde va a parar la fuerza de Jesús, ese poder con el que liberó de la enfermedad y la muerte tantos cuerpos maltratados y dolientes?
En el Calvario se escucha un grito arrojado hacia él como una pedrada: “¡Ha salvado a otros y a sí mismo no puede salvarse!” (15, 31). Puede sentirse la carcajada de burla.
¿Dónde queda ese carisma profético con el que anunciaba que el Reino de Dios estaba cerca (1, 15), o mejor, que estaba actuante en él?
¿Por qué Jesús se reduce al silencio en la pasión y se deja humillar sin abrir la boca, dejando reescribir en él la figura del Siervo Sufriente como Cordero manso y mudo (Isaías 53, 7)?
¿Dónde está esa autoridad reconocida tan a menudo por aquellos que lo llamaron Maestro, que lo aclamaron Profeta y que lo invocaron como Mesías y Salvador?
Todos los que parecían ser sus seguidores y simpatizantes desaparecen, y Jesús queda prácticamente solo, abandonado por todos, indefenso y sin defensa en su camino de la pasión. Sólo un grupo pequeño de mujeres va más lejos, llega hasta el final, y con todo y esto, también huirán llenas de miedo (16, 8).
Pero el enigma es mucho más radical: ¿Dónde está Dios durante la Pasión de Jesús?
Dónde está ese Dios que parecía tan cercano a él y al que confidencialmente llamaba “Abba”, es decir, “querido papá”. Ese Dios que lo había declarado su “Hijo amado” en el bautismo (1, 11) y en la transfiguración (9, 7). Ese Dios por quien lo había apostado todo, por quien había gastado toda su vida, ¿dónde está ahora?
No lo olvidemos: Jesús es juzgado y condenado como un blasfemo por la legítima autoridad religiosa de Israel, y que el romano le manda aplicar la tortura extrema infligida a quienes eran considerados como nocivos para la sociedad, ordena para él una muerte lenta, cruel y humillante, expuesto al escarnio público en una cruz.
A los ojos de estas autoridades y de los espectadores no creyentes, Jesús muere como un impostor, en la más terrible infamia, colgando entre el cielo y la tierra como un excomulgado.
Y las preguntas siguen resonando.
No es fácil responder a estas preguntas. Pero que detrás de esta historia hay algo más que requiere ser decantado.
- 2. Una revelación
Podemos empezar haciendo notar el hecho de que Jesús recorrió este camino, llamado con razón viacrucis, el camino de la cruz, iniciando con un tiempo de oración (14, 32-42).
Fue la oración más difícil de este gran orante. Marcos lo retrata sin ambages: le imploraba al Padre que lo sostuviera en esa hora oscura.
Jesús no escondió su pavor frente a la muerte (14, 33). Expresó su angustia con el gesto desesperado de un rostro en tierra, con una confesión sincera a sus más cercanos: “Mi alma está triste hasta la muerte” (14, 34).
Y enseguida, ante el Padre, oraba con palabras que rogaban ser dispensado de ese dolor: “Todo te es posible, aparta de mí este cáliz” (14, 36).
Con todo y esto, siempre luchó por abandonarse a Dios y tratar de hacer su voluntad, no la propia, por eso su oración completa es: “Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (14, 36). Este contraste entre su propio querer y el querer del Padre es el núcleo de fuego de su oración.
Jesús vive la pasión manteniendo su plena confianza en el Padre, con la absoluta certeza de que él no lo abandonaría, de que permanecería con él, de su lado, a pesar de las apariencias de signo contrario, del evidente fracaso humano de su vida y de su misión.
Y en este punto comienza el giro narrativo. Esta escena de absoluto abandono de Jesús en manos del Padre, en el Getsemaní, queda en privado entre Jesús y el Padre, a ella sólo asistimos los lectores, porque los discípulos duermen.
¿Qué ocurre entonces?
Al mismo tiempo que transcurre ese hilo narrativo tan oscuro, en el relato de la pasión según Marcos va emergiendo hacia la superficie una revelación suprema. Se va dando una progresiva revelación de la identidad mesiánica y filial de Jesús.
Después de la captura tiene lugar una audiencia durante la noche en la casa del sumo sacerdote, donde vemos reunidos a todos los principales sacerdotes, a los ancianos y a los escribas, o sea, todas las autoridades religiosas de Israel (14, 53-64).
Todos ellos buscan un testimonio contra Jesús, pero no lo encuentran. Acuden a falsos testigos. Pero se deja ver que la evidencia falsa acumulada, además discordante entre sí, resulta inválida (14, 55-59).
Y es en este momento en el que el sumo sacerdote se pone de pie en medio y le pregunta a Jesús: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?” (14, 61). La pregunta es decisiva, requiere una confesión sobre su identidad como Cristo-Mesías y como el Hijo de Dios (el Bendito).
Entendamos esto. Jesús ya había aceptado como válida la confesión de Pedro: “Tú eres el Cristo” (8, 29). Y en esa misma ocasión le respondió al apóstol y a los demás que no se lo dijeran a nadie (8,30).
Ahora la cosa cambia, Jesús dice con valentía y abiertamente: “Yo soy” (Egó eimi; 14, 62).
¡Es la revelación completa! Sí, Jesús es el Cristo, es el Hijo de Dios, procedente de aquel que se reveló como “Yo soy” (Éxodo 3, 14; Isaías 41, 4. 10).
El Evangelio según Marcos había iniciado con las palabras: “Comienzo del Evangelio de Jesús el Cristo, Hijo de Dios” (1, 1). Esta era ya la convicción del evangelista, el testimonio de la fe que la Iglesia en la que se redacta el evangelio ya tenía en Jesús.
Pero aquí es el mismo Jesús quien se revela como el Cristo e Hijo de Dios.
Y continúa: “Y verán al Hijo del Hombre que sentado a la diestra del poder de Dios y venir sobre las nubes del cielo” (14, 62).
Quiere decir que habrá una manifestación en el futuro, basada en la visión profetizada por Daniel (Dn 7, 13-14), que se impondrá y que revelará la verdadera identidad de este Jesús, ahora capturado, prisionero y condenado a muerte violenta. Esta significa en pocas palabras: el acusado en el juicio será el Juez al final de los tiempos (Mc 13, 26-27).
Esta revelación de Jesús ante el sumo sacerdote es retomada en el Gólgota, en el Calvario, por el centurión que está al pie la cruz. Dice el narrador que “viéndolo morir de esta manera, dijo: ‘¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!'” (15, 39).
Si repasamos rápidamente las páginas de este evangelio, podremos notar cómo a lo largo de su misión, la identidad de Jesús como Hijo de Dios había sido encubierta, no había sido proclamada públicamente, porque Jesús mismo no lo permitía, era la voluntad del mismo Jesús.
Este suspenso acaba, su plena revelación tiene lugar en la Pasión: Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, es el Mesías manifestado al pueblo de Israel y confesado en su identidad más profunda por un pagano, militar y romano, que ha contemplado la manera como muere, hasta ese último suspiro que se confunde con un grito final hacia la tiniebla desde lo alto de la cruz (15, 37).
Como lo supo expresar de forma magistral un monje del siglo XII: “Sin belleza ni esplendor, y colgada en la cruz, debe ser adorada la Verdad”.
- 3. La clave eucarística
¿Qué queda por decir?
Para comprender en profundidad la pasión de Jesús, para poder seguirlo en ella sin escandalizarnos, para encontrar provecho en ella, podemos volver a la misma clave de lectura que el mismo Jesús da al comienzo, en sus últimos instantes de libertad que goza durante la última cena, una cena pascual hebrea.
Los gestos eucarísticos son la hermenéutica más clara, profunda y vivencial que podemos hacer de la cruz y la resurrección.
Volvamos a esta clave de sol del pentagrama de la Pasión (14, 17-25). Jesús realizó este acto para evitar que los discípulos leyeran su muerte como un hecho sufrido por casualidad, o debido a un destino ineludible querido sin más por Dios.
De hecho, a pesar de las circunstancias, Jesús vive su propio fin en libertad. Él pudo haber huido antes de que se precipitaran los acontecimientos, él podría haber dejado de realizar acciones o de decir cosas que podían incriminarlo. Jesús sabía que si seguía de esa manera le esperaba una sentencia de muerte.
Pero hizo nada por salvar su vida. Al contrario, permaneció fiel a la misión recibida de Dios, siguió cumpliendo la voluntad del Padre en todo y puntualmente, incluso a costa de encaminarse hacia un final vergonzoso.
Y esto porque sabía bien que su misión era la de servir dando la vida en rescate por muchos (10, 45). En esto se mantuvo firme hasta el final.
Jesús terminó su existencia como la había vivido siempre: en libertad y por amor a Dios y en función de toda la humanidad. La suya era una pro-existencia.
Para aclararlo, Jesús anticipó proféticamente a los discípulos su pasión y muerte, dándoles la explicación con un gesto capaz de narrar la esencia de toda su historia: el pan partido, como pronto ocurriría con su vida, y el vino vertido en el cáliz, tal se derramaría su sangre en una muerte violenta.
¿Y qué pasa con los discípulos? ¿Cómo responden aquellos a quienes el núcleo de su vocación se resumió en las palabras: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz, y sígame” (8,34)?
Si al comienzo del Evangelio el narrador había hecho notar que el primer día a la orilla del lago los discípulos “lo abandonaron todo y siguieron a Jesús” (1, 18. 20), resulta que ahora, en la hora de la pasión se ve obligado a informar que estos mismos “abandonaron a Jesús y huyeron todos” (14, 50).
En fin…
El escándalo de la cruz permanece con toda su dureza y no hay que suavizarlo, pero el signo eucarístico, memorial de la vida, pasión y muerte de Jesús, es tan eficaz que vuelve a congregar a los discípulos en torno a Cristo resucitado.
La comunidad de los discípulos de Jesús podrá así atravesar la historia y llegar hasta nosotros en esta pascua, en cada pascua, en cada Eucaristía que es memoria pascual. Ella nos capacita para superar el miedo de afrontar incluso las horas más oscuras y las crisis más tenaces.
Pues sí, él Señor y Maestro va delante. Él dijo y sigue diciendo que carguemos nuestra cruz contemplando la de él y así dar pasos hacia la resurrección de esa cruz que tanto nos pesa.
El relato de la pasión que leemos en este Domingo de Ramos cómo se hace la ruta pascual poniendo ante nuestros ojos el camino de Jesús: él nos ha precedido en todo, también en el cargar la Cruz, llevándola con libertad y por amor, hasta ser transformada en las palmas de la victoria en su gloriosa Resurrección.