Santo Aliento de Dios que vivifica y santifica
Lectio Juan 20, 19-23
P. Fidel Oñoro cjm
En la liturgia de esta solemnidad de Pentecostés, después de haber leído el relato de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y sobre María, la madre de Jesús, el quincuagésimo día después de la Pascua (Hechos 2, 1-11), se proclama un pasaje del Evangelio según san Juan en el que se narra el don del Espíritu Santo a los discípulos en la tarde del mismo día de la resurrección, el primer día de la semana judía (Juan 20, 1).
Esta diferencia es en realidad una sinfonía con la que la Iglesia da testimonio del mismo acontecimiento, sólo que es leído de maneras diferentes, pero que no son discordantes.
- Dos perspectivas para el mismo acontecimiento
En Hechos, que leemos en la primera lectura, Lucas recuerda que Jesús, habiendo ascendido al cielo, cumplió la promesa hecha al enviar el viento y el fuego del Espíritu Santo sobre la comunidad apostólica (Hch 2, 33; ver Lc 24, 49), justo en el día que el pueblo hebreo celebraba el Shavuot (en hebreo), el Pentecostés (en griego), la conmemoración del don de la Torá dado por Dios al pueblo por medio de Moisés (2, 1-4).
Para Lucas, como lo explicará también Pablo, se trata del cumplimiento por excelencia, o mejor, la estipulación plena de una nueva alianza. Una alianza que ya no se fundamenta en la Ley, sino en el Espíritu Santo; que está escrita, no en tablas de piedra, sino en el corazón de los creyentes (Jeremías 31, 31-33; 2 Cor 3, 3-18).
Es el nacimiento de la Iglesia, de la comunidad del Señor sumergida, bautizada en el Espíritu Santo, capacitada por el mismo Espíritu para anunciar la buena y alegre noticia del Evangelio a todos los pueblos, desde Jerusalén hasta los confines de la tierra (Hch 1, 8).
Por su parte el evangelio de Juan, quien da una primera conclusión a su Evangelio con el día de la resurrección, nos ofrece un enfoque particular: da cuenta de la plenitud de la salvación manifestada en la victoria de Jesús sobre la muerte, en el don del Santo Aliento, ese soplo del Resucitado que da inicio a una nueva creación en la que prima y reina la misericordia de Dios.
Es por eso por lo que se concede la remisión de los pecados del mundo. De esta remisión, de este perdón gratuito y definitivo dado por Dios, los discípulos deben ser ministros en medio de la humanidad.
Aunque ya hemos leído, escuchado y comentado este texto el segundo domingo de Pascua, volvemos fiel y puntualmente a escuchar está página y a meditarla con cuidado, pidiendo al Señor que renueve nuestra mente para que, leyendo palabras antiguas, escuchemos palabras nuevas para nuestro “hoy”.
- El Resucitado “viene”, “se para en medio” y se hace reconocer
Nos situamos, por tanto, en el primer día de la semana hebrea, el primero después del sábado, el día del hallazgo del sepulcro vacío, cuando Jesús resucitó de entre los muertos (Jn 20, 1. 19).
Los discípulos de Jesús, que se habían fugado en el momento de su arresto, están encerrados en una casa en Jerusalén (20, 19), abrumados por el miedo a ser acusados por la guardia, de ser buscados y encarcelados como le pasó a su Maestro Jesús.
Así se retrata la comunidad en un primer momento, en ese preciso momento: hombres y mujeres atemorizados, que huyeron por miedo, paralizados por la incertidumbre, sin esa intrepidez que se esperaría de su discipulado, de la convicción y la confianza que da la fe en aquel que seguían, aunque la verdad, sin comprenderlo en profundidad.
Sin embargo, también en el fondo hay una luz, hay una obra que se realiza en el corazón de los discípulos y en la vida de la comunidad: las palabras de Jesús, escuchadas tantas veces, aunque estén dormidas en sus corazones, sostienen la esperanza, siguen generando pensamientos e intuiciones de conocimiento del misterio de Dios y de la identidad de Jesús mismo.
Se pudo ver en la fuerza de la fe del discípulo amado quien esa mañana “vio y creyó” (Jn 20,8). También en María Magdalena quien mandada por su Maestro corre a decir a la comunidad: “He visto al Señor” (Jn 20,18).
Se esperaría que la comunidad haya quedado contagiada, conmovida, emocionada con la noticia.
Sin embargo, el miedo y la fe luchan a duelo en los corazones de los discípulos, cuando de repente Jesús se hace realmente en medio de ellos. Como dice el narrador de Juan: “Él vino y se paró en medio” (20, 19).
El Señor está presente de una manera del todo especial, su presencia es la de un resucitado vivo y glorioso, él es Maestro que viene donde están los suyos.
El Resucitado está siempre presente y se aparece como el que siempre viene a buscarnos allí donde estamos encerrados o huyendo o escondidos protegiéndonos cobardemente. Esta es la realidad que vivimos todos los primeros días de la semana, todos los domingos.
Esos discípulos no eran más privilegiados que nosotros. Jesús está entre nosotros, situado en el puesto central: si no lo está, significa que no lo vemos, sea por falta de fe, o porque que con entusiasmo vulgar resultamos ocupando su lugar, poniéndonos nosotros en el centro, desplazando su señorío único de Resucitado y Viviente.
Como se ve en el capítulo siguiente, sólo los que saben decir en medio del mar: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7), como hizo el discípulo amado, son los que saben verlo y reconocerlo.
¡El Señor está entre nosotros! No hay que olvidar que la mayor tentación que experimentó Israel en el desierto fue precisamente la del preguntar: “¿Está el Señor realmente entre nosotros, sí o no?” (Éxodo 17,7). Aquí está la poca fe, la tibieza, o la falta de fe de la que somos presa los que nos consideramos creyentes.
Es verdad que Jesús está siempre entre nosotros, que no nos deja ni nos abandona a nuestra suerte. En todo caso, más bien somos nosotros los que lo abandonamos y huimos de él como ocurrió con los discípulos en Getsemaní (Mc 14,50; Mt 26,56) y quienes esa tarde de pascua todavía están muertos de miedo.
Somos nosotros quienes ante el mundo acabamos diciendo: “No le conocemos”, como Pedro en la negación (Mc 14,71 y par.).
Somos nosotros los que, como Tomás (Jn 20, 24-25), cuando tendríamos que reconocer su presencia, porque otros han dado testimonio de ella, pero seguimos desconfiando y manteniendo dudas.
Pero aquí viene lo extraordinario. Según Juan, en cuanto Jesús “es visto”, da paz, shalom, vida plena a sus discípulos: “La paz esté con ustedes”. Él ya había explicado que no era cualquier paz, que era “su” paz (14, 27), no la del mundo.
Y acompaña esta palabra con gestos: “Les mostró las manos y el costado” (20, 20a).
Notemos, en primer lugar, que se hace reconocer, porque ya no tiene la forma humana de Jesús de Nazaret, la que los discípulos conocieron y habían contemplado tantas veces.
Su corporalidad es otra porque su cuerpo de cadáver ha sido resucitado, transfigurado, transformado por Dios en un cuerpo cuyo aliento es el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, el que Jesús respiró en el seno del Padre todo el tiempo, antes de su encarnación en el vientre de la virgen María, antes de su venida al mundo.
Pero en ese cuerpo de gloria quedan impregnadas las huellas de su experiencia humana, de su sufrimiento-pasión, del haber amado hasta dar la vida hasta el extremo (13, 1) por los amigos (15, 13).
Son las llagas, los estigmas, los signos de esa cruz en la que fue colgado. Y al mismso tiempo, junto a ellos, está también el signo de la apertura del cofre perpetrado por el golpe de una lanza, una apertura que proclamaba su amor, que como un río que salía de él quería sumergir a la humanidad entera para perdonarla, purificarla y llevarla a la comunión con el Padre (Jn 7, 37-39; 19, 34).
Entonces los discípulos lo reconocen y se regocijan al ver al Señor (20, 20b).
Finalmente se supera su incredulidad y la alegría de su presencia, de su vida en ellos los invade.
- El soplo del Espíritu Santo
En este punto Jesús da un paso más: los envía, como el Padre lo envió a él (20, 21). Y lo hace acompañando las palabras de otro gesto: sopla su aliento sobre ellos. “Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo” (20, 22).
Un aliento que ya no es el aliento del hombre, sino el Espíritu Santo.
En la creación del hombre, en el principio, Dios le había insuflado un soplo de vida (Génesis 2, 7; la “Rúah”, en hebreo). Luego, el profeta Ezequiel había anunciado que la última y definitiva creación Dios soplaría de nuevo su aliento, un viento de vida eterna (Ezequiel 37,9). Y esto es lo que lleva a cabo Jesús Resucitado.
Ocurre ahora que cada vez que el Espíritu está presente en la comunidad de los cristianos y es invocado y reconocido por ella, el Espíritu sigue respirando, sigue comunicando el santo Aliento de Dios.
Este aliento del Resucitado se convierte en el aliento del cristiano: ¡respiramos el Espíritu Santo!
Cada uno respira este Espíritu, aunque no siempre seamos conscientes de ello, aunque a menudo lo entristezcamos (Efesios 4, 30), incluso lo ahoguemos en nuestras gargantas, en nuestras rebeldías, inconsistencias y contradicciones internas, en nuestras negativas al amor y a la vida de Dios.
Este Aliento que entra en lo más hondo de cada uno nosotros y se une a nuestro aliento tiene como primer efecto la remisión de los pecados. Los perdona, los borra, para que Dios ya no los recuerde.
Este Aliento es como un abrazo que nos pone “en el seno del Padre” (Jn 1, 18), nos estrecha fuertemente a Dios para que ninguno se sienta huérfano, sino que amados sin medida por un amor primero y que no hemos merecido.
“Reciban el Espíritu”, dice Jesús. Notemos la fuerza del verbo, quiere decir, “recíbanlo como un regalo”.
Sólo se nos pide una sola cosa, que no rechacemos este don de Dios. Él nos lo da cuando lo pedimos (Lucas 11,13), pero ocurre también que cuando no lo pedimos es él quien nos pide que lo recibamos. “¡Reciban!”.
Es el don de la vida plena. Es el don del amor que no podríamos vivir. Es el regalo de una alegría que no se acaba.
Es el don que nos permite respirar al unísono, en comunión con nuestros hermanos y hermanas, confesando con ellos una misma fe y esperanza.
Es el don que pone dentro de nosotros la voz todas las criaturas que se eleva como una voz que alaba y confiesa coralmente al Creador y Señor del Universo.
Jesús, quien al despedirse en la última cena había dicho: “Tomen y coman; esto es mi cuerpo” (Mateo 26, 27), ahora dice: “Reciban el Espíritu Santo”. Aunque habitualmente traducimos con términos diferentes, el verbo griego es el mismo (lambanō): en ambos casos ha dicho “Reciban”. Siempre la misma invitación a acoger el don.
Entonces, depende de nosotros recibir el cuerpo de Cristo para convertirnos en el cuerpo de Cristo. Depende de nosotros recibir el Espíritu Santo para respirar el santo Aliento, la Rúah de Dios.
Y en esta nueva vida animada por el Santo Aliento, siempre tiene lugar la remisión de los pecados: Dios nos los perdona y nosotros perdonamos a quienes han pecado contra nosotros (Mt 6, 12; Lc 11, 4).
¡Pentecostés es plenitud de la Pascua, de la libertad! ¡La verdadera y definitiva liberación es la de los condicionamientos más fuertes que podemos experimentar: ¡la muerte, el mal y el pecado!
Pentecostés es la fiesta de esta liberación que nos ha dado la Pascua, una liberación que toca todos los aspectos de nuestra vida cotidiana incluyendo todos nuestros esfuerzos, caídas y hasta el mal que los aprisiona.
Realmente podemos confesarlo: ¿Quién es un cristiano? Un cristiano es el que respira el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo de Dios, y gracias a este Espíritu es santificado, vive gozoso cada día, lleva a cabo la misión para que le envió Jesús, se hace ministro del perdón, ora a su Señor y ama a ardorosamente a todos sus hermanos.
En esta solemnidad oremos juntos:
“¡Espíritu Santo, ven!
¡Ven, Fuerza y Dulzura de Dios!
¡Ven, Tu que eres movimiento y quietud al mismo tiempo!
¡Renueva nuestro valor, llena nuestra soledad en este mundo, infúndenos la intimidad con Dios!
Ya no decimos como el Profeta “Ven de los cuatro vientos”, como si no supiéramos aún de dónde vienes; nosotros decimos:
¡Ven, Espíritu que sales del Costado Traspasado de Jesucristo en la Cruz!
¡Ven de la Boca del Resucitado!”
Amén
(Oración del joven Juan Pablo Páez)