Anunciación
Lectio de Lucas 1, 26-38
P. Fidel Oñoro cjm
El relato nos habla de la acción de Dios en una mujer, María de Nazaret. Desde ya podríamos sintetizarlo con sus mismas palabras en el Magníficat: ¡Verdaderamente “grandes cosas hizo en ella el Poderoso”! (1, 49)
El célebre pasaje de la Anunciación del ángel a María, representado por tantas obras de arte, expone un acontecimiento que es el preludio de la venida del Mesías en la carne: su concepción, el comienzo de su vida en la tierra en carne de hombre.
Y todo sucede como cumplimiento puntual de una palabra anunciada previamente por Dios, porque él siempre cumple sus promesas.
1. El contexto
La narración comienza con la precisión temporal “en el sexto mes” (1, 26). De esta manera se conecta con el anuncio del ángel a Zacarías (1, 5-25).
Cuando Isabel lleva en su vientre al bebé Juan anunciado por el ángel desde hace ya seis meses, el mismo “ángel Gabriel es enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret” (1, 26).
Había sido enviado primero a un sacerdote en el templo de Jerusalén, apareciéndose a la hora de la ofrenda del incienso. Ahora es enviado de nuevo, pero a las afueras de la ciudad santa, más de 150 kilómetros al norte, a una pequeña aldea, refundida en una región espuria habitada por muchos paganos y, por lo tanto, vista con desconfianza. “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46), se preguntará Natanael, y no por casualidad.
El mensajero es Gabriel, quien en el libro de Daniel anunció la unción de un santo entre los santos al final de las setenta semanas, la presencia de un Ungido por Dios, de un Mesías (Daniel 9, 24-27).
Para Lucas ha llegado el momento de las setenta semanas, se acabó la espera, ha llegado la plenitud del tiempo. El mismo ángel Gabriel es enviado a una mujer, María, “virgen, desposada con un hombre llamado José, de la casa de David”, estirpe de la cual debía venir el Mesías (1, 27).
2. El saludo y la reacción de María
Entrando en su casa, Gabriel le dice: “Alégrate, tú que has sido llena de gracia, el Señor está contigo” (1, 28).
“Alégrate” (“chaîre”, en griego, de “chará”, alegría). María es abordada con una palabra que antes los profetas le habían dirigido al pueblo de Dios, a la hija de Sión. Era una palabra que invitaba a la alegría escatológica y que ahora resuena así: “Alégrate, porque voy a anunciar la buena nueva, el Evangelio”.
“Llena de gracia”. Se la define como “kecharitoméne”, en griego, que quiere decir que es una mujer llena de la gracia de Dios, totalmente bajo el influjo de la “cháris”, de la benevolencia gratuita y eficaz de Dios.
El mensajero añade: “El Señor está contigo”. Una promesa que acompaña la mayoría de los relatos vocación de los grandes personajes del Antiguo Testamento. Esta vez es para una mujer.
Un saludo, además, que resuena y renueva el ya dirigido a la hija de Sion, personificación de la comunidad de creyentes de la antigua alianza, de los ‘anawim, los pobres de Yahvé, los que solo esperaban en el Señor.
De manera especial estas palabras iniciales nos recuerdan dos oráculos bíblicos:
“Canta de gozo, hija de Sión,
alborózate, Israel,
alégrate y disfruta de todo corazón,
hija de Jerusalén…
El Señor, Rey de Israel, está en medio de ti;
no temerás más la desgracia…
El Señor, tu Dios, está en medio de ti
como poderoso Salvador.
Él disfrutará de ti con alegría,
te renovará su amor,
se regocijará en ti con canto alegre,
como en los días de fiesta»”
(Sofonías 3, 14-17).
“Grita de gozo y alégrate,
hija de Sión,
porque vengo a habitar
dentro de ti
— oráculo del Señor”
(Zacarías 2, 14).
El narrador registra enseguida que María queda profundamente perturbada, tanto por esa visita como por el contenido del mensaje, que todavía no consigue descifrar (1, 29).
Piensa, medita, se pregunta, quiere discernir esa palabra.
Es la reacción tan a menudo atestiguada en los relatos bíblicos de anunciación: la venida de Dios, la escucha de su palabra dirigida al creyente perturba, provoca el temor de Dios, ese sentimiento de pequeñez, de humildad, de indignidad, que lleva a la adoración.
Como Zacarías (1, 12), también María está conmocionada por la repentina venida del Señor, y no sabe adónde la llevará este encuentro.
A continuación, el ángel la tranquiliza con palabras que vitales en esta página. Son palabras para leer y las releer, sin cansarse nunca: “No temas, María, porque has hallado gracia en Dios” (1, 30).
¡Cuántas veces Dios se dirige así a sus vocacionados, infundiéndoles paz, fuerza y valor!
3. El anuncio y la segunda reacción de María
El narrador sigue con las palabras centrales, la anunciación propiamente dicha: “He aquí, concebirás en tu seno, darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de su padre David, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su Reino no tendrá fin” (1, 31-33).
¿Quién es este hijo?
Aquel a quien Dios había prometido a David a través del profeta Natán (2 Sam 7, 8-16).
Así se cumple finalmente la profecía. Y en la plenitud de los tiempos nace de María el hijo de David, pero también el Hijo del Altísimo: ¡Y su Reino no tendrá fin! Como todavía repetimos hoy en el Credo.
La expectativa llega a su fin. La expectativa del Mesías que había sido alimentada por generaciones y generaciones de creyentes y testimoniada hasta el tiempo de Jesús, especialmente por la comunidad esenia de Qumrán.
¡Qué paradoja! Una declaración solemne, un gran anuncio, sí, pero hecho a una humilde joven de un pueblo desconocido de Galilea.
Jesús será el nombre del niño por nacer: Jehoshu’a, en hebreo, “el Señor salva”.
Corresponderá a María imponerle este nombre. Sin embargo, ni ella ni José lo eligen. El Nombre le es dado por Dios mismo a través del ángel, porque es una vocación, una misión, contiene la identidad de Jesús, el Mesías que es el Hijo del Altísimo, el Hijo de Dios.
Este anuncio no es fácil de entender para María. Es una mujer de fe, pero la fe siempre interroga, cuestiona.
María no pide señales, no duda, como Zacarías, quien por eso mismo se quedó mudo, incapaz de hablar hasta dar testimonio de la novedad de la obra de Dios (1,8-20).
María más bien pregunta: “¿De qué modo se hará esto puesto que no conozco varón?” (1, 34).
Atención, el evangelista no está interesado en la psicología de María, lo que quiere es revelar la identidad de Jesús a través de la manera como ocurre la concepción del niño.
Pues sí, ella misma lo dice, es virgen, está en una condición que le impide el nacimiento de un hijo.
Muchas mujeres del Antiguo Testamento habían engendrado un hijo gracias a la intervención de Dios, a pesar de su condición de esterilidad: Sara, Rebeca, Raquel, Anna… hasta Isabel.
Había una imposibilidad humana para engendrar un bebé y el poder de Dios revelado en el anuncio del nacimiento había hecho fecundo el vientre de las estériles. El Dios de la Biblia se caracteriza porque abre vientres.
Pero esto ocurría después de estar unidos con su cónyuge, aunque estériles, y habían concebido y dado a luz por gracia, por voluntad de Dios.
En María, esto es aún más evidente y llega al punto de lo inimaginable. Esta joven es virgen, no conoce a un hombre, no se unió a su prometido José (Mateo dirá que “se encontró encinta antes de que fueran a vivir juntos”, 1, 18).
María pregunta porque, dadas las circunstancias en las que se encuentra, no es posible que se convierta en una madre.
Es una pregunta, no una petición de pruebas. María no pide garantías ni señales al ángel, sino que con respeto interroga el misterio de Dios para que se le muestre el camino de la fe, el camino de la obediencia.
De esta manera, sólo busca responder a la llamada de Dios.
Sigue siendo mujer de fe, es decir, mujer de escucha. Tiene verdaderamente “un corazón capaz de escuchar” (1 Reyes 3, 9), que acoge La Palabra del Señor, que la guarda e intenta interpretarla, pensarla, meditarla (2, 19. 51). Con su fe cuestiona el intelecto, lo que apenas comienza a comprender.
4. La explicación del Ángel y la tercera reacción de María
Entonces el ángel le revela: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (1, 35).
El Espíritu Santo hará posible lo imposible. Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios.
El Espíritu Santo es el protagonista de la nueva creación. El que, en la creación del mundo, se cernía sobre las aguas, sobre lo informe y vacío (Génesis 1, 2) descenderá en el vientre vacío de María y comenzará la nueva creación.
El Espíritu Santo, poder eficaz de Dios, viene con su “Shekináh”, con su “Presencia” que habitó en el Monte Sinaí y en el Lugar Santísimo, atestiguada por la nube que proyecta una sombra.
El Espíritu Santo vendrá a morar en María, ella entrará en la sombra del Poder de Dios, descenderá en su seno virginal. ¡La Virgen concibe al Hijo de Dios, al Santo!
De esta manera, y sólo de esta manera, es posible narrar la filiación divina de Jesús y de María su madre, de ese Hijo que sólo Dios pudo dar a la humanidad.
Dios, el celestial, se volvió terreno.
Dios, el eterno, se hizo mortal.
Dios, el Todopoderoso, se debilitó.
Dios, el tres veces santo, se hizo Emmanuel,
Dios con nosotros (Isaías 7, 14; Mateo 1, 23).
Dios, que es Dios, se ha hecho hombre.
Aquí está el gran misterio de la encarnación, de la humanización de Dios: María de Nazaret se convierte en el lugar donde el Dios invisible se hizo visible, en el lugar donde el Dios que no se ve se convierte en el hombre que narra a Dios (“exeghésato”, en griego, Juan 1, 18).
Finalmente, Gabriel anuncia un signo a María:
“Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes,
porque para Dios no hay nada imposible” (1, 36-37; Génesis 18, 14)
Ante esta nueva revelación del ángel, María simplemente dice: “¡Aquí estoy!”. Es decir, pronuncia su “sí” incondicional.
A las abundantes palabras del ángel, responde de forma breve, sin apenas romper el silencio:
“Aquí estoy, soy la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (1, 38).
María sigue mostrándose como mujer de fe, como mujer de escucha, y también se deja conocer como mujer de obediencia.
No es una madre que se hace discípula, sino que, precisamente porque se hace discípula, está llamada a ser la madre, y no cualquier madre, la madre del Mesías e Hijo de Dios.
María se define a sí misma como “esclava del Señor”, se pone forma radical, total y absoluta a su servicio.
María es la sierva que dice su “amén”, su “fiat”, recibiendo con sencillez, confianza y apertura la vocación que le ha dirigido Dios.
En María hay un abandono total a la escucha de la Palabra y de la voluntad del Señor. Es la escucha lo que constituye a un servidor, como dice la Escritura entera.
En María tenemos la imagen más auténtica de la Iglesia y de cada creyente que le da campo al primado de la Palabra de Dios y la acción del Espíritu en su vida.
No es casualidad que el nacimiento de Jesús se produzca gracias a la acción del Espíritu que desciende sobre María y que luego el nacimiento de la Iglesia se produzca también gracias al Espíritu que desciende sobre los discípulos y sobre la misma María reunida en oración (Hechos 1, 8; 2, 1-4). Y siempre en una casa de familia.
En fin…
No olvidemos que la generación de Jesús por María es un hecho biológico maravilloso, pero que también, y ante todo, es un acontecimiento espiritual. Como nos recordará el mismo evangelista Lucas en un pasaje que sólo se encuentra en su Evangelio:
Mientras Jesús hablaba, una mujer de la multitud alzó la voz y le dijo: “¡Bienaventurado el vientre que te dio a luz y el pecho que te crió!”
Pero él dijo: “¡Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!” (11, 27-28).
“Bienaventurada me llamarán todas las generaciones”, dice María en el Magníficat. “El Señor ha hecho obras grandes en mí”.
Cada una de las palabras de este relato de la Anunciación a María de Nazaret y de la obra de la Encarnación por obra del Espíritu Santo en su vientre virginal, resuenan en plena alabanza de Dios, pero también de María.
Ella es “Bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de la promesa del Señor” (1, 45). Ella le abrió camino a Dios en la tierra.