Tanto amó Dios al mundo
Lectio de Juan 3, 16-21
P. Fidel Oñoro cjm
El diálogo con Nicodemo llega a su vértice: “Tanto amó Dios al mundo”. Es una de las declaraciones de Jesús más importantes y centrales del evangelio de Juan.
- Tanto amó
Jesús no nos narra a un Dios inamovible, encerrado en sí mismo o en su perfección.
Para Jesús Dios no es simplemente el “totalmente otro”. Jesús lo presenta como un Dios totalmente nuestro, quien habitado por una pasión viene hasta cada persona para tenderle la mano para iniciar el camino de una relación, de una comunión.
Un Dios que se complace en habitar entre los hijos del hombre. Un Dios que no se revela en la piel de un monarca autosuficiente, sino como don, acogida, amor.
Un Dios que vive de relaciones y se nutre de revelación.
Tanto vive de relación que llega a fundir su identidad con la de la persona con la que se relaciona: Dios de Abraham, Dios de Isaac, de Jacob… Y podríamos decir también de Mario, de Cecilia, de Fidel… de ti. El suyo es el nombre de una relación.
A quien desde siempre hemos aprendido a conocer como el Omnipotente, en Jesús se revela como el Dios que se inclina para hablar con los seres humanos.
E aquí donde se sitúa la respuesta de Jesús. Si el hombre no puede subir por sí solo hasta Dios, hay un Dios que desciende hacia cada persona: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su hijo unigénito” (Jn 3, 16).
Dios está constituido precisamente de este movimiento descendente: hay una condescendencia de Dios hacia la humanidad.
¿Por qué este movimiento?
El motivo está confiado a las palabras simples pero también extraordinariamente luminosas de Jesús: ‘Tanto amó Dios al mundo…’ Entonces el motivo es el amor, por puro amor.
Es propio del amor abrazar la condición del amado permitiéndole acceder a un estado distinto de comprensión de sí, de la vida, del mundo, de lo bajo, por medio de un proceso lento y gradual. No por saltos ni a la fuerza.
Dios… amor… mundo
Son tres palabras que antes de Jesús parecían imposibles de poner juntas.
¿Cómo es posible que Dios pueda amar también a quienes lo ignoran o que le dan la espalda?
Entre estas dos palabras que parecen irreconciliables, Dios y mundo, hay una tercera palabra: amar. Ella acorta las distancias y establece una conexión.
La revelación de Jesús es esta: Dios ha considerado al mundo, a toda persona, a esta nada y a esta promesa de vida que soy yo, este yo a quien ha dotado de un corazón, como más importante que a sí mismo.
Y viene a mí con una locura de amor: Para ganarme a mí se ha perdido a sí mismo.
“Dios ha amado”. Es también muy significativa la forma verbal: no dice me amará, como si fuera una promesa, lo dice con un verbo que comienza en pasado y sigue vigente en el presente: me ha amado.
Es un verbo que infunde una seguridad, es una certeza que se ancla en el corazón y lo reafirma. “Lo fuerte de esto es que estamos inmersos en un océano de amor y no nos damos cuenta”, dice G. Vannucci.
- A todos
“A todo el que crea…”
Sabemos que Dios ya había establecido una relación particular con un pueblo. Aquí, en las palabras de Jesús a Nicodemo, no está de por medio un pueblo, sino la humanidad entera: ‘Tanto amó Dios al mundo’.
Y es significativo también el “a todo el que”, que aparece como destinatario de este ofrecimiento de salvación.
“Todo el que crea en él”. “Todo el que” representa a la familia humana. Dios es el Dios de todos, sin distinciones ni exclusiones.
No sólo el hombre, sino el mundo entero es el que es amado. La tierra es amada, los animales, las plantas, la creación entera. Y si él ha amado la tierra, también yo debo amarla con sus espacios, con sus hijos, con su verdor, con sus flores. Y si Él ha amado el mundo y su belleza frágil, entonces también tú amarás la creación como a tí mismo, al amarás como tu prójimo: “mí prójimo es todo lo que vive” (Gandhi).
Y este encuentro entre Dios y el mundo ocurre en la cruz, ocurre en todos aquellos elementos de descarte que componen la existencia humana.
La cruz es el lugar de la reconciliación. La herida está llamada cicatrizar. La cruz es el signo permanente que nos da la certeza de que Dios no quiere nuestra condena, sino nuestra liberación.
No hay pecado, por muy grande que sea, que sea mayor que el amor de Dios. No hay delito que no pueda ser perdonado. La cruz atestigua que el amor es más fuerte que cualquier culpa.
Se nos pide un cambio de perspectiva, una manera diferente de ver el mundo. El mundo, el nuestro, es una realidad en la cual el Señor no deja de esperar.
Hay como una especie de obstinación de Dios por llevar adelante su proyecto de salvación y de amor a pesar de nuestras resistencias. Es un Dios que no nos pide que le tengamos miedo a su juicio, sino más bien que creamos en su amor.
- Vida eterna
Ahora toca del tema de la vida eterna.
“Para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. (3, 16)
¿Qué entendía Jesús con esta expresión?
No tanto una vida dilatada en el tiempo, cuanto una vida cualitativamente distinta. Es decir, una vida transfigurada por una belleza que sólo puede venir de Dios.
El hombre, dejado a sí mismo, no tiene la posibilidad de apagar este anhelo.
Y ocurre que todos los deseos humanos, incluso los errores, expresan esta tensión interna hacia la superación de lo que vivimos actualmente por la conquista de una condición inédita que llegue a la condición de lo divino.
“Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (3, 17).
Dios quiere nuestra salvación. Quien ama no quiere perder a aquel que ama.
Dios no mandó a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvado, para que quien crea, tenga vida.
A Dios no le interesa instruir procesos judiciales contra ninguno de nosotros, sea para condenar o para hacernos pagar cuentas, ni siquiera para absolvernos.
La vida de los amados de Dios no se entiende desde la dinámica de los tribunales, sino desde otra dinámica más rica y prometedora: desde el florecer y desde los abrazos, apuntando siempre hacia una plenitud.
“Para que el mundo sea salvado”
Salvar quiere decir conservar. Y nada se va a perder, ningún suspiro, ninguna lágrima, ni el hilo de hierba más humilde. No se van a perder nuestros mejores esfuerzos, ni nuestra dolorosa paciencia, ni ningún gesto que hagamos por cuidar la vida de otros, por muy pequeño y escondido que sea.
Vivimos esa vida eterna dentro de nosotros cada vez que amamos. Decía otro biblista, el inolvidable Paul Beauchamp, que toda la historia bíblica comienza con un “eres amado” y termina con un “amarás”.
Decía también la escritora Emily Dickinson (siglo XIX, tiempos de Edgar Alan Poe y Whalt Whitman):
“Si consigo que un corazón no se despedace,
no habré vivido en vano.
Si consigo aliviar el dolor de una vida
o suavizar una pena,
o ayudar a un pajarito caído a volver a su nido,
no habré vivido en vano”.
En fin…
No somos cristianos porque amemos a Dios. Somos cristianos porque creemos que Dios nos ama. Esto es lo fundamental.
Son palabras que no terminaremos nunca de saborear.
Son palabras buenas, tonificantes como mis inolvidables caminatas a la orilla del mar, chapoteos las olas, respitando el aire fresco a todo pulmón.
Son palabras de las que nos podemos aferrar. Palabras que sentimos más lucidas en cada etapa de la vida, en cada caída, en cada noche, en cada desilusión.
Es verdad, no estoy solo, Dios me ha amado de una forma increíble. Con Dios no hay soledad ni vacío, lo que hay es desconocimiento de su amor.
Es en este punto que la noche de Nicodemo y nuestras noches se iluminan.
Podemos renacer en este día. Renacer a la confianza, a esa paz serena que te reencanta, que te enamora de la vida, que te da ganas de amar más, de trabajar y de crear, de cuidar de tus seres queridos e incluso de lo que no.
Ese inmenso amor te impulsa a cultivar talentos y criaturas, todo esto, todo entero, en el pequeño jardín que Dios ha puesto en tus manos.