Dichosos por creer
Lectio de Jn 20,19-31
P. Fidel Oñoro cjm
Es curiosa esta pedagogía del Resucitado que no se impone con evidencias sino que amablemente interpela a partir de signos, que no demuestra sino que se muestra.
La historia de los Once y de Tomás en particular es una escuela de fe pascual.
Hay que ponerle cuidado al punto de partida.
Como hemos visto a lo largo de esta semana, puede ser el llanto de María Magdalena, la decepción de los discípulos de Emaús, las redes vacías de los pescadores galileos, o, como ahora, el miedo de la comunidad enclaustrada o las reticencias de Tomás.
En todos los casos el Resucitado ayuda.
¿Cómo lo hace? El narrador escenifica tres situaciones:
(1) la venida repetida de Jesús,
(2) sus palabras y acciones que los transportan a una nueva situación y
(3) la manera como afronta la resistencia de Tomás.
Todo ello delinea un itinerario de fe pascual.
Primero, ‘Entró y se puso en medio’.
Es una acción repetida, insistente. El que fue abandonado no abandona.
Notable esta iniciativa: antes que ‘ser visto’, Jesús había prometido que los vería de nuevo (Jn 16,22).
El verse mutuo removerá la tristeza y los colmará de alegría.
Segundo, ‘Les dijo… Sopló sobre ellos’.
Les entrega la paz y les despierta la alegría, los invita a mirar sus llagas de Crucificado y los envía con su soplo vital.
‘Eirene hymin’ (=‘Shalom alekem’, la paz con ustedes). No es un saludo sino un don que es fruto de su victoria en la cruz, es una paz-transformación.
La paz del Resucitado está en función de la misión, sustituye la seguridad protectora del cenáculo y es contenido del anuncio para un mundo en tribulación.
Jesús los manda a la calle como misioneros reconciliadores con el impulso de su mismo Espíritu.
La vida nueva que da el Resucitado coincide con el don del Espíritu que santifica y capacita para la misión.
Igual que Jesús fue ‘santificado’ y ‘enviado’ por el Padre (Jn 10,36), también la comunidad apostólica por el Santo Espíritu que hace renacer (3,5-6), adorar (4,23) y vivificar (6,63).
Es tiempo de bautismo en el Espíritu (Jn 1,33) cuyo primer efecto es el perdón de los pecados que trae el Cordero inmolado de cuyo costado brota el agua viva.
Santificados, los misioneros son portadores de este don de santificación que perdona existencias devastadas, denuncia toda forma de pecado y lleva a la intimidad de la comunión con Dios.
Tercero, ‘Extiende… Mira… Mete…’.
Jesús no reprocha a Tomás su incredulidad, lo invita a dar el paso entrado en contacto visual con las llagas donde el Amor escribió su relato.
‘Señor mío y Dios mío’. Tomás reacciona con una confesión de fe en primera persona: reconoce en Jesús al Crucificado resucitado por quien Dios se ha manifestado, amado y salvado al mundo, y lo declara su Señor y su Dios. Esta es la fe plena.
Para los primeros cristianos invocar a Jesús como ‘Señor mío y Dios mío’ tenía algo de subversivo, porque el emperador Domiciano se hizo llamar ‘Dominus et Deus noster’ (‘Señor y Dios nuestro’).
Pero aún más, tenia el sabor de las clásicas oraciones sálmicas (Salmo 30,3; 35,23; 86,15) o de la pasión con que, entre lágrimas, imploraba Jeremías: ‘Conviérteme y me convertiré, que Tú eres el Señor, mi Dios!’ (31, 18).
‘No ver… creer’.
El ‘ver’ no se contrapone al ‘creer’ (Jn 14, 19-20).
De hecho, las futuras generaciones creerán a partir de lo que Tomás y la comunidad vieron (Jn 17,20). Son ‘bienaventurados’ quienes creen con base en el testimonio de los primeros testigos pascuales.
Lo que ocurrió con Tomás es dramático pero no es negativo.
Gracias al ‘ver’ de Tomás hoy podemos ‘ver’.
Gracias al relato de los testigos también nosotros podemos acceder a los signos y por ellos revivir la experiencia y creer.
Y, ¿para qué?
Lo dice claramente el narrador del evangelio de Juan en su conclusión: ‘Para que, creyendo, tengan vida en su Nombre’ (Jn 20, 31).