El pan de la vida
Juan 6, 30-35
P. Fidel Oñoro cjm
‘Yo soy el pan de vida.
El que venga a mí no tendrá hambre,
y el que crea en mí
no tendrá sed jamás’ (6,35).
Es interesante notar cómo procede la pedagogía de Jesús. Definitivamente un gran maestro.
- El arte de Jesús maestro
Jesús va llevando a sus oyentes paso a paso para que puedan comprender lo fundamental.
Su método es parecido a un espiral: vuelve una y otra vez sobre los mismos términos, pero cada vez haciendo el dar el salto hacia un nivel más alto.
El primer gran paso en Juan 6 es el de un Jesús que reparte panes a un Jesús que se reparte a sí mismo como pan. Más aún como un pan que se destruye para hacerse alimento, para dar vida.
La fuerza que apalanca este paso es una doble toma de conciencia: la de mi propia necesidad y la de lo que Dios me ofrece.
Se conjugan el ‘hacer’ del hombre (‘Trabajen… ¿Qué hemos de hacer?’, 6,27-28) y el ‘hacer’ de Dios (el que ‘¿Qué signo haces para que creamos en ti?’, 6,27.30). Dios da y uno recibe en el ‘creer’ (6,29).
Sólo quien discierne el hambre y la sed, esa insatisfacción permanente, que lleva por dentro, puede entender a fondo las palabras de Jesús: ‘Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre y el que crea en mí no tendrá sed jamás’ (6,35).
- Jesús parte de la realidad del ser humano: Siempre con hambre
Cada mañana nos levantamos con hambre. Y así ha sido desde la aurora de nuestra existencia.
El recién nacido lo primero que manifiesta es el hambre. Y esta es su fortuna. El bebé tiene hambre de su madre y ella lo nutre con leche, con caricias y de sueños.
El joven tiene hambre de amar y de ser amado. Busca el amor de su vida, por él se despabila, por él se emociona y por él llora.
Los esposos tienen hambre el uno del otro y después de un fruto en el que se encarne su amor.
Y podríamos seguir…
Pero ¿será que podemos decir que con todo eso se aplaca el hambre?
Ciertamente no, hay un hambre y una sed que no se apagan. Bien decía san Agustín: ‘Nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti’ (San Agustín, Confesiones I, 1).
La vida es un dinamismo interno que anhela plenitud. Llevamos por dentro un hambre mayor, hambre de cielo, hambre del Absoluto, hambre del Dios amor.
Nos mueve el hambre el amar y ser amados, de paz para nosotros y para los otros, de nuevas y mayores realizaciones.
Es el hambre de una vida más grande e intensa. En una palabra, eterna.
- ¿Qué nos ofreces tú, Jesús?
Al Jesús que pide a su auditorio que se mueva a un ‘hacer’ (6,27-29), le reaccionan con una pregunta: Y tú, ¿qué haces?
Podemos notar en la pedagogía de este pasaje cómo todo oscila entre una pregunta y una petición.
De la pregunta-reto ‘¿Qué signo haces para que al verlo creamos en ti?’ (6,30) a la súplica ‘Señor, danos siempre de ese pan’ (6,34).
Para una tan pregunta grande, la respuesta es simple.
Jesús entrega la respuesta de a poquito, en tres palabras.
Uno. El verbo ‘Dar’. Más concretamente: ‘Dios da’.
En esta frase en que sujeto y predicado son sólo dos palabras, un sustantivo y un verbo, está englobado todo lo que Dios es.
Jesús le sigue al hilo a sus interlocutores que citaron como signo de Dios en la Pascua del pueblo de Israel el don del maná (Ex 16 y Sal 78). Y enseguida les aclara: fue un don de Dios, no de Moisés (6,32).
En aquella primera pascua y esta nueva pascua que tiene lugar en Jesús hay una misma mano que providencia un pan: la de Dios Padre.
Ayer y hoy, esa mano sigue abierta.
Un Dios de cuya mano fluye un manantial de vida, abundante, incontenible.
Un Dios que ‘da’, no pide; un Dios que ‘da’, no quita; un Dios que no exige, sino que ofrece y entrega todo. Un verbo tan sencillo expresa el corazón de Dios.
La raíz de la Eucaristía es el corazón del Padre. Por eso en cada celebración, después de la comunión la oración litúrgica no se dirige a Jesús sino al Padre, la fuente del don. Y esto porque ‘Mi Padre es quien les da el verdadero pan del Cielo’ (6,32).
Entrar en relación con Jesús en la Eucaristía es remontarse hasta el corazón del Padre.
Dos. La finalidad: ‘Vida’.
El Dios que da sin poner condiciones, ¿qué busca con ello? No hay otro por qué sino el vivificar. Su deseo más íntimo es el de fecundar, hacer florecer y fructificar la vida.
La respuesta completa es: ‘Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo’ (6,33).
Estamos en el vértice del Evangelio: lo que le da plenitud a la vida del mundo es un pan ‘que baja del cielo’. Es decir, una vida infundida desde lo alto.
La plenitud es un pedacito de Dios dentro de uno, como presencia que nos habita.
Es llevar a Dios en la sangre, en la respiración, en nuestros mejores impulsos.
Un Dios que circula en todo lo que vivifica nuestro ser.
Dios está en la vida dando vida. Y lo hace no como quien transmite una energía, sino por medio del entablar una relación personal, hecha de atracción y donde hay una circularidad de amores que se buscan y se entregan.
Falta un tercer paso en el que Jesús pronuncia una nueva palabra que lo aclara todo.
Tres. ‘Yo soy’ ese pan.
Los dos primeros pasos llevan a la gente a hacer la petición: ‘Señor, danos siempre de ese pan’ (6,34).
La pregunta inicial se vuelve petición: el ‘dar’ se vuelve ‘¡danos!’. Es quizás la oración de súplica más importante del evangelio. Es la súplica que le da lenguaje al ‘creer’.
Jesús responde con las palabras precisas y decisivas: ‘Yo soy el pan de vida’ (egṓ eimí ho artos tēs zōḗs, en griego).
Es la propuesta más grande de Jesús: él es dador de vida.
Es como si dijera: ‘Yo puedo saciar tu vida, soy lo divino que hace florecer tu humanidad, soy el pan que contiene lo que necesitar para que tu vida sea realmente tal, el pan que te da amor, sentido, libertad, ánimo, paz, belleza.
Y este ofrecimiento del pan requiere el ser recibido y comido.
No por tener un pan delante en el desayuno uno ya está alimentado, hay que comerlo, ¿verdad?
Eso lo que Jesús dice al final: ‘El que venga a mi… el que crea en mi’ (6,35).
Es interesante que Jesús pone el recibir (-comer) y el creer al mismo nivel. Creer es como comer un pan.
No es simplemente aceptar una verdad, es mucho más, es entrar en una relación.
Y es tan profunda como cuando se come un pan: se saborea en la boda, se hace bajar hasta lo más íntimo se le asimila en el cuerpo y en todo el ser hasta que se despliega en toda nuestra vida.
Jesús entonces se transforma en mí en mi proprio corazón, en mis pensamientos, en mis sentimientos, en mis impulsos para amar y servir, se hace canto y belleza.
Una cálida corriente de amor entra en mí y me hace ser pan para los demás junto con él, me hace mano abierta y extendida para que se beneficien todos los que en el mundo tienen hambre y sed del pan material para subsistir y del pan-Dios para vivir en plenitud.
El eterno desciende y entra en el tiempo, en mi debilidad, y se hace la vida de mi vida, pan multiplicado para la vida del mundo.