El Espíritu sin medida
Lectio de Juan 3, 31-36
P. Fidel Oñoro cjm
Creo que muchos nos hemos estado preguntando en qué terminó Nicodemo.
Jesús invitó a Nicodemo a nacer de agua y le dijo cómo lograrlo. Ahora es el tiempo de la respuesta a Jesús. Se esperaría una profesión de fe.
¡Pobre Nicodemo! Creyó y estudió toda su vida, se convirtió en un punto de referencia para los rabinos de su tiempo y, sin embargo, descubre que no sabe nada. Nada de Dios, nada de sí mismo, nada de fe, nada de vida.
Pero, y esto es encomiable, no se rinde. Aún por la noche, encuentra el coraje para confrontarse con Jesús y recibe de él mil estímulos.
Sí, vio bien, se trata de renacer desde arriba, de entrar en la lógica de Dios, de hacer de la vida un regalo, como Dios que dio a su hijo para la salvación de la humanidad.
Ahora Nicodemo está confundido, preocupado, siente la verdad y la fuerza de las palabras de ese misterioso personaje. ¿Cómo hacerlo concretamente?
Jesús responde: lo que puede hacer es creer en él, creer que él es el enviado de Dios, creer que él es el hijo del Padre de una manera absolutamente única y extraordinaria.
Y este creer lo hará participar en la vida del Eterno, es decir, en la vida eterna, que no es algo que nos sucede cuando estamos muertos, sino una dimensión en la que descubrimos que siempre hemos estado inmersos.
Pero curiosamente no es Nicodemo quien la va a hacer sino Juan Bautista, quien de repente vuelve al escenario del evangelio.
La profesión de fe que Nicodemo no pudo hacer, la liturgia la pone en boca de Juan el Bautista.
Jesús le reveló a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo…”.
Ahora Juan Bautista le hace eco a estas palabras que Jesús acaba de proclamar: “El Padre ama al Hijo… El que cree en el hijo tiene vida eterna”.
Estas palabras de Juan Bautista nos dan el corazón de la vida cristiana, que no es ni una doctrina ni una moral, y mucho menos un ascetismo.
El corazón de la vida cristiana es el amor, el increíble amor de Dios por nosotros. Lo hemos insistido estos días: no somos cristianos porque amamos a Dios, somos cristianos porque creemos que Dios nos ama.
La ley que regulaba la vida del maestro y fariseo Nicodemo no hacía esta profesión de fe y, por eso, Nicodemo permanecía en la noche.
Faltaba la llama, se necesitaba la profecía, la que estaba personificada por Juan el bautista. Esta profecía podía abrir las cosas terrenas al mundo de Dios.
La alianza, el templo, la ley no conducen a Dios si no hay una palabra profética que continuamente nos explicite el sentido.
Sin profecía, toda institución, incluso la más santa, incluso los sacramentos, corren el riesgo de convertirse en un fetiche: la alianza se queda sin vino, el templo se queda sin Dios, la ley se queda sin el Espíritu.
Se arriesgan a seguir siendo simples signos terrenales que están ahí pero que poco nos hablan de Dios. Se vuelven en fines en sí mismos, rituales vacíos, signos que ya no significan nada.
La profecía que Juan encarna evita que las instituciones sean absolutizadas y divinizadas, sustituyendo el lugar de Dios.
¡Cuántas cosas en nuestras vidas terminan tomando el lugar de Dios, en el nombre de Dios!
¡Cuántos signos que ya no significan lo que debería manifestarse y volverse experiencia sabrosa de Dios!
Pero aquel que, por gracia, derrama generosamente el Espíritu sin medida, cambia las cosas.
Él hace realidad la experiencia del nuevo nacimiento y la fuerza vital que se le impregna de aquí adelante a todo lo que hacemos.
Entonces las situaciones y las personas que permanecían en silencio comienzan a hablar.
El Espíritu hace cantar la vida.
Este lenguaje del Espíritu lo capta sólo quien se abre, quien no se deja llevar por prejuicios y regala un poco de docilidad desde dentro; quien renuncia a aferrarse a lo ya visto, a lo ya conocido.
De otra manera, no se explicaría que un Pedro el que en la noche del jueves santo escondió su cara en el patio para negar a Jesús, ahora saque el pecho y se vuelva capaz de enfrentar a las autoridades al afirmar que uno debe obedecer a Dios en primer lugar, antes que los hombres.
Pedro, solo él, quien antes de ser rehabilitado por el perdón del Maestro le había dado rienda suelta al miedo y, por lo tanto, a la negación, no tendrá miedo de tomar partido por su Maestro en el juicio que le harán por predicar su muerte y resurrección.
Pedro podrá hablar porque estará lleno de ese Espíritu sin medida, porque esta vez su testimonio no es una academia, no es literatura: acaba de salir de la cárcel, por lo que sabe lo que significa declarar a quién pertenece su vida y, por lo tanto, obedecer: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5, 29), lo demás le importa menos.
Esta es la frase que resume el evangelio: pertenecerle al Señor. ¿A quién le pertenezco?
Nicodemo tardará para expresar a quién le pertenece. Pedro, en primera lectura de hoy, muestra a quién le pertenece (Hechos 5, 25-33).
Nuestro espléndido tiempo pascual nos ayude a no darnos por vencidos, a no desanimarnos, a seguir tratando de entender a brazo partido cuál es el sentido de las cosas, dónde está nuestra plena realización, como hizo aquel anciano inquieto que fue Nicodemo.
Pero, sobre todo, que consigamos dar cuenta de la novedad del Espíritu que Juan Bautista arrancó de los labios de Jesús.