Un Pastor que se la juega por mí
Juan 10,11-18
P. Fidel Oñoro cjm
Después de haber visto en los domingos pasados relatos sobre la tumba vacía (Jn 20, 1-9) y apariciones del Resucitado en el cenáculo (Jn 20, 19-31; Lc 24, 35-48), en los próximos tres vamos a discursos tomados del evangelio de Juan (Jn 10, 11-18; 15, 1-8. 9-17).
Es Jesús resucitado quien le habla a su comunidad revelándole su identidad más profunda, una identidad que viene de Dios, su Padre.
El Señor que vive para siempre está más autorizado que nunca para presentarse con el mismo Nombre de Dios: “Yo soy” (Egō eimi).
Cuando Moisés le pidió a Dios, quien le hablaba desde la zarza ardiente, que le revelase su Nombre, Dios le respondió: “Yo soy” (Ex 3, 14). Un nombre inefable, impronunciable, inscrito en el tetragrámaton “Yhwh”.
El Cristo viviente se revela de esta manera, como el “Yo soy”. Y será más especifico:
- “Yo soy el pan de vida” (Jn 6, 35)
- “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12)
- “Yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10, 7)
- “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25)
- “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6)
- “Yo soy la vid” (Jn 15, 5).
¿Qué particularidad, qué riqueza entraña la afirmación de Jesús: “Yo soy el Buen Pastor”?
Vamos a decantar el texto.
- El Pastor “bello”
En el pasaje de este domingo, después de presentarse como la puerta del redil, Jesús afirma dos veces: “Yo soy el buen pastor” (egṓ eimí ho poimḗn ho kalós; 10, 11. 14).
El texto griego coloca el calificativo “kalós”, que se puede traducir sea como “bueno”, sea como “hermoso”. Jesús es el pastor bueno y bello.
La expresión reasume en él no sólo la imagen de todos los pastores dados por Dios a su pueblo (Moisés, David , los profetas), sino también la imagen de Dios mismo, a quien el pueblo de Israel invocó y alabó como el “Pastor de Israel” (Sal 80,2), de todos lo que creen en él.
La identificación de Jesús con la imagen del pastor es frecuente en los evangelios (Mt 9,36; 10,6; 15,24 y otros).
La novedad en el discurso en Juan es que con esta revelación se presenta explícitamente a sí mismo como el Mesías, el Enviado por Dios para llevar a la humanidad a la vida plena: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”, como acababa de decir (10,10).
- No como el asalariado, sino como a quien le pertenecen sus ovejas: él da la vida
Un “buen” pastor es lo contrario del pastor “asalariado” (el “misthōtós”), esto es, el que hace este trabajo sólo porque le pagan, porque ese es un medio de subsistencia. Pero una persona así en realidad no ama a las ovejas.
No ama a sus ovejas porque no le pertenecen. No tiene sentido de pertenencia. Ellas cuentan para él en la medida en que le son de beneficio.
Esto lo demuestra el hecho de que, cuando llega el lobo, abandona el rebaño y huye. Es claro: ¡Quiere salvarse a sí mismo, no a las ovejas que se le han confiado! Cuando tiene que escoger entre su vida y la de las ovejas, escoge la suya.
¿Quién es el pastor mercenario o asalariado? Es un mero funcionario que realiza el oficio para vivir él o simplemente porque ser pastor se considera un honor que le genera reconocimiento y también le da gloria.
Y hay que decirlo: el pastor contratado se reconoce fácilmente, porque se mantiene alejado de las ovejas y no les muestra cariño, no se sacrifica por ellas. ¡Le basta con gobernarlas!
El amor del buen pastor por sus ovejas, en cambio, se expresa en el hecho de que se expone, se arriesga, no se va, está dispuesto a entregar su vida por su salvación. Y esto porque considera la vida de ellas más importantes que la suya.
¿No es esto grandioso? Pues sí, quien realmente ama da la vida, está dispuesto a morir por la persona amada, explicará Jesús más adelante (Jn 15, 13).
En este tipo de amor está la bondad y la belleza que distingue al Pastor que es Jesús.
El pastor bueno y bello pasa su vida entre las ovejas, guiando día a día al rebaño, pensando siempre en cómo alimentarlo, llevándolo a campos donde le es posible nutrirse para vivir.
Pero no sólo eso. También puede ocurrir que la amenaza a la vida del rebaño se convierta en una amenaza para la vida del pastor. Este es el momento en que el buen pastor y bello se revela.
- El Pastor conoce a fondo y es conocido también
Esta solidaridad, este amor distintivo, sin embargo, sólo es posible cuando el pastor entabla con su rebaño una relación basada en el mutuo conocimiento.
El pastor se preocupa por conocer a fondo a sus ovejas con una proximidad tal que es capaz de discernir y de reconocer la identidad de cada una de ellas.
Este conocimiento penetrante que se genera a partir de la cercanía, del cuidado constante de cada oveja.
Cualidad fundamental del auténtico pastor es la cercanía a las ovejas: permanece con ellas día y noche, en desiertos y prados, a la intemperie del sol y bajo la lluvia.
Ahora diríamos: el buen pastor es aquel que no intenta ponerse por encima del rebaño, pero tampoco a un lado. Más bien es aquel que sabe situarse en medio de la gente, en plena solidaridad con lo que vive y sufre cada persona.
Y este conocimiento es mutuo: “conozco a mis ovejas, y las mías me conocen a mí” (10, 14).
Jesús subraya y explica esta reciprocidad evocando el conocimiento que hay entre él y el Padre.
Dice Jesús:
“Yo conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí,
del mismo modo que el Padre me conoce a mí
y conozco al Padre” (10, 15).
“Del mismo modo…”. Esa es la medida del conocimiento: como la de Jesús con el Padre. Más profundo no puede ser. Este Padre con el que estaba desde un principio (Jn 1, 1-2), que lo envió (1, 18) y cuya voluntad es su alimento día tras día (4, 34).
El conocimiento es la base del amor, porque nadie puede amar a quien no conoce. Pero, viceversa, también se trata de un amor que genera conocimiento.
En estas palabras de Jesús está la esencia de la pastoral: un conocimiento mutuo y penetrante entre pastor y oveja.
El pastor no solo conoce a las ovejas una por una (10, 3), en una dinámica relacional personal, con un claro vínculo de amor, sino que las ovejas también conocen a su pastor.
Ellas saben de su vida, de su comportamiento, de sus sentimientos, de sus ansiedades y de sus alegrías. Porque el pastor está cerca es que lo pueden saber.
Las ovejas no sólo distinguen la voz del pastor cuando las llama, sino que también conocen su presencia, a veces silenciosa, pero que siempre les infunde paz y seguridad.
Este conocimiento que genera una comunión fuerte, entrañable, fue la que Jesús vivió con sus discípulos, al interior de su comunidad. Y también una comunión que trasciende todos los siglos, porque él sigue en medio de nosotros atrayéndonos a todos hacia su plenitud de vida.
- Un Pastor que congrega a todos
“Y habrá un solo rebaño, bajo un solo pastor” (10, 16).
Jesús es el pastor de todos. Él no vino para unos cuantos, no vino sólo para Israel, él vino para que todos tengamos vida (10, 10).
En el corazón de Jesús Pastor arde el deseo de que haya un solo rebaño bajo el cayado de un solo pastor (10, 16) y que todos los hijos de Dios dispersos sean reunidos (11, 52).
En la cruz, la gloria de Jesús se manifiesta como la gloria del amado hasta la muerte y luego, resucitado de entre los muertos, atrae a todos hacia él (12, 32) y comenzará la reunión del pueblo en torno a él, hasta el cumplimiento escatológico, cuando “el Cordero será su pastor” (Apocalipsis 7, 17).
Jesús no es pastor como lo eran los pastores de Israel. Él es diferente, él es el pastor “bueno”, “bello”, precisamente porque él que es “la luz del mundo” (8,12) y “el Salvador del mundo” (4, 42), habiendo amado al mundo (3, 16) y hasta el extremo (13, 1), él es el pastor de toda la humanidad.
- Un pastoreo pascual: en la dinámica del dar y recibir
Después de esta revelación de su identidad, con el “Yo soy… el buen pastor”, Jesús concluye su enseñanza con palabras en las que expresa su intimidad, su comunión con Dios:
“Por eso el Padre me ama: porque doy mi vida para recibirla de nuevo” (10, 17).
¿Por qué el Padre ama a Jesús?
Porque Jesús realiza su voluntad. Esa voluntad es amor hasta el don de la vida.
En Jesús está este amor dador de vida y está también la certeza de poder recibirla nuevamente del Padre.
Pongamos atención a la traducción. Jesús no dice: “El Padre me ama porque ofrezco mi vida para recuperarla”. Lo que dice es “para recibirla de nuevo”. El verbo “lambánō” en este evangelio de Juan siempre significa “recibir” no “recuperar”.
¡La ofrenda de vida por parte de Jesús tiene lugar en el espacio de un abandono confiado, no en un seguro anticipado!
El mandamiento del Padre es que gaste, que ofrezca su vida. Y la promesa del Padre es que así podrá recibirla, porque “el que pierda la vida, la encontrará, pero el que quiera salvarla, la perderá” (Mc 8, 35; Jn 12, 25).
Nadie le quita la vida a Jesús, nadie se la roba, y su muerte no es ni un destino rígido ni tampoco una casualidad. No, el suyo es un don hecho en la libertad y por amor , es un don del que fue mostró ser consciente a lo largo su vida terrena, dando cada día su “sí” al amor.
Este es el mandamiento vivido por Jesús, “la orden que he recibido de mi Padre” (10, 18): amar dándose.
Jesús su vida hasta la muerte, pero no con el deseo de recuperar la vida como recompensa, como un tesoro que le pertenece o como un mérito por la ofrenda de sí mismo, sino con la conciencia de que el Padre, que está en el origen y en la meta de todo, se la da y que él la recibe porque, como dice san Bernardo de Claraval, “el amor es suficiente para el amor”.
Jesús pastor “bueno” y “bello” no da su vida por ningún otro motivo diferente al hecho de que cuando amamos somos capaces de dar todo nuestro ser, todo lo que somos, por aquel y aquellos que amamos.
- En fin… ¿Qué lección nos queda?
“Yo soy el buen Pastor” es el título más desarmado y desarmante que Jesús se dio a sí mismo.
Esta imagen no tiene nada de débil ni sumisa: él es el pastor fuerte que se enfrenta a los lobos, que tiene el valor de no huir para buscar refugios más seguros. Él es el pastor que se hace hermoso en su ímpetu generoso. Él es el verdadero pastor que se preocupa por gente que realmente le importa.
El gesto específico del buen pastor, el gesto más hermoso que literalmente lo convierte en el “pastor bello”, está subrayado cinco veces en el pasaje que acabamos de leer con el verbo “dar” (“títhēmi”, en griego, con la connotación de colocar, ofrecer, depositar): “Yo doy… yo ofrezco mi vida”.
Repasemos:
- “El Buen Pastor da su vida” (10, 11)
- “Yo doy mi por las ovejas” (10, 15)
- “El Padre me ama porque doy mi vida” (10, 17)
- “Yo la doy voluntariamente” (10, 18)
- “Tengo poder para darla y recibirla” (10, 18)
De aquí aflora el hilo de oro que une toda la obra de Dios en toda la historia de la salvación: la obra de Dios es desde siempre y para siempre ofrecer vida.
Al mercenario sólo le importa el beneficio que le pueden dar las ovejas, piensa más en su bienestar y su calidad de vida. Jesús dijo todo lo contrario: A mí me importan las ovejas y todas.
Y es como si repitiera en todo momento: Tú eres importante para mí.
Y esta es mi fe: Yo le importo, y de tal manera, que me considera más importante que a sí mismo. En su ímpetu generoso se ha arriesgado, se la ha jugado toda por mí.
En una tumba de finales del siglo II, descubierta por el arqueólogo William Ramsay, y que era de tal Abercio (+167 dC) que fue obispo de Hierápolis, se puede leer un hermoso epitafio mandado a grabar por él mismo, que comienza así: “Soy discípulo de un pastor casto que tiene ojos grandes que miran hacia abajo a todas partes…”, o sea, a todos.
Lo mismo podríamos decir hoy: Jesús es el pastor casto, bueno y hermoso, de ojos grandes, que abarcan a todos, incluso a mí en este momento.
Bajo su mirada premurosa me siento vivificado, protegido y guiado. ¡Qué bueno y bello es mi pastor!